miércoles, 28 de octubre de 2009

Un mar de muerte



Soy de esas personas que leen varios libros a la vez: según el momento, el tiempo disponible, el estado anímico, es uno u otro de ellos el que abandona la pila --nunca menguante-- de volúmenes por leer. Sin embargo, en los últimos tiempos hay uno que no acaba de salir de ese aparcamiento provisional. Se trata de Un mar de muerte de David Rieff. Lo empiezo (siempre vuelvo a abrirlo por el principio), leo,  asiento con el corazón encogido  y lo dejo a medias. El problema, como quizás ya habréis adivinado, no es que no me guste. Me trae recuerdos tan dolorosos, tan lacerantes, que ahora mismo sólo soy capaz de pedir una tregua e intentar eludirlos.

David Rieff es hijo de Susan Sontag, novelista y ensayista norteamericana que falleció en 2004 víctima de una leucemia, después de haber superado otros dos cánceres a lo largo de su vida. En Un mar de muerte, el autor cuenta la vivencia terrible de afrontar el cáncer de un ser querido. Yo viví todas las fases de ese proceso: diagnóstico, operación, quimioterapia, recaída y muerte de mi padre. Puedo decir que es algo terrible. Sientes lo inexorable de la muerte a través de cada poro de tu piel. Sientes las limitaciones de la medicina. Sientes tal dolor que aullarías... No sé qué se puede hacer con un dolor semejante. Aún no lo sé.

Lo más terrible, sin embargo, es que al dolor por la muerte de mi padre debo sumarle otro dolor que no me deja dormir por las noches: la deshumanización de la medicina que he visto en nuestros hospitales. ¿Se puede permitir --podemos permitir nosotros, ciudadanos europeos del siglo XXI-- que un muchacho con cáncer terminal llore de terror por la noche en una unidad de curas paliativas y no haya ni un triste psicólogo que pueda acompañarlo, que pueda consolarlo? ¿Se puede haber oído llorar a esa persona que sabe de su fin ¡y está sola! y no quedar asqueada de lo que estamos permitiendo que ocurra con nuestro silencio y nuestra pasividad? ¿Se puede admitir que el familiar de un paciente --¡yo!-- tenga que bajar unas escaleras y correr por un pasillo porque otro enfermo terminal pide a gritos la ayuda de una enfermera en una planta desierta de personal sanitario? ¿Acaso no tenemos profesionales sobradamente preparados? ¿Acaso no contribuimos todos para tener una buena sanidad? ¿Es aquí donde se debe ahorrar? Quisiera también gritarle a la cara a más de un cirujano cargado de soberbia que jamás serán médicos (les falta humanidad y les sobra miedo a la muerte); tendrán que conformarse con ser mecánicos, aquél que arregla o sustituye una pieza.

Me gustaría poder escribir sobre todo ello algún día para dar testimonio de lo que pasa en nuestra sanidad y para exorcizar a mi estupor y mis demonios. Lo haré en cuanto el dolor me lo permita. De momento os dejo una pequeña muestra del dolor de David ante la sinrazón y la prepotencia de algunos profesionales de la medicina:

El SMD, explicó [el Doctor A], con lentitud y parsimonia, como si una familia de pueblerinos estuviera sentada frente a él, era un cáncer de sangre especialmente letal. (p. 17)

Dada su experiencia, debo suponer que el doctor A sabía que era improbable que sus palabras fueran comprendidas la primera vez. Como muchos médicos, se dirigió a nosotros como si fuéramos niños, pero sin el cuidado que un adulto sensible muestra al elegir las palabras que usa con un niño. En cambio, procedió como si estuviera en una sala de conferencias. Ni mi madre ni yo lo interrumpimos. (p. 17)

De nuevo, [el Doctor A] no se esforzó en absoluto por prepararla para lo que estaba a punto de decir o para expresarlo de tal modo que manifestara alguna suerte de compasión o de horror por la situación de mi madre. (p. 18)

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